
Va a amanecer sobre las cárceles y las tumbas.
Me mira la cabeza torturada: su
marfil arde como un relámpago cautivo.
ANTONIO GAMONEDA
[Del libro ‘Arden las pérdidas’ (Tusquets, 2003, pág. 81)]

Va a amanecer sobre las cárceles y las tumbas.
Me mira la cabeza torturada: su
marfil arde como un relámpago cautivo.
ANTONIO GAMONEDA
[Del libro ‘Arden las pérdidas’ (Tusquets, 2003, pág. 81)]
El nuevo número (el 21) de la revista Siglo XXI. Literatura y Cultura Españolas, de la Universidad de Valladolid, incluye un artículo de Sergio Fernández Martínez sobre la vejez en tres poetas españoles: Antonio Gamoneda, Juana Castro y Angélica Liddell.
CITA DEL ARTÍCULO:
Fernández Martínez, S. (2023). Vejez y decrepitud en la obra de tres poetas españoles: Antonio Gamoneda, Juana Castro, Angélica Liddell. Siglo XXI. Literatura y Cultura Españolas, (21), 185–210. https://doi.org/10.24197/sxxi.21.2023.185-210
Reproducimos el apartado dedicado a Antonio Gamoneda:
“CLARIDAD SIN DESCANSO”: LA CONCIENCIA DEL DETERIORO EN ‘ARDEN LAS PÉRDIDAS’ (ANTONIO GAMONEDA, 2003)
Por SERGIO FERNÁNDEZ MARTÍNEZ
Los motivos y temas característicos del cuerpo decrépito aparecen de manera recurrente en la obra poética de Antonio Gamoneda y, de manera especial, a partir de su libro Arden las pérdidas (2003). La expresividad, la ambientación y la temática que vertebran esta obra encuentra su origen estilístico en Libro del frío (1992), y su continuación en poemarios como Canción errónea (2012) o, de manera aún más sintética, en La prisión transparente (2016). En Arden las pérdidas, el dolor funciona como el núcleo esencial de los procesos afectivos, sobre los que destaca la pérdida en su más amplio significado: “un día, se manifestó la melancolía cableada del corazón al intestino” (Gamoneda, 2003: 115). Los verbos utilizados por el sujeto poético, en primera persona —“vi”, “veo”, “tengo”, “miro”, “contemplo”, etc.— otorgan al conjunto un carácter documental al tiempo que proyectan una voluntad testimonial. Como recoge el propio autor en Solo luz:
mi poesía, aun siendo prioritariamente autorreferente, adquiere su completo sentido cuando comporta […] un discurso inseparable de hechos interiorizados (he dicho “interiorizados”, no “interiores”), que han proporcionado cuerpo y carácter a mi vida. Lo he argumentado en repetidas ocasiones de otra manera: mi poesía (y quizá la de todos, quieran o no quieran) es el relato de cómo avanzo hacia la muerte. Un relato en el que, insisto, son inseparables, porque son la misma cosa, la realidad y el símbolo (Gamoneda, 2000: 7; énfasis añadido).
Así, desde la perspectiva de la vejez, los procesos vitales se muestran como espectros que ocupan el lugar de las realidades para colmar el recuerdo. La mirada, tan importante en Arden las pérdidas, funciona como una fuerza centrípeta de interiorización corporal hacia el dolor, utilizando como elemento característico el uso de terminología médica muy precisa, léxico poco recurrente en poesía:
Escuchar la sangre. ¿Dónde? ¿En la fístula azul o en las arterias ciegas? Allí el hierro silba, o arde, quizá: no somos más que miserable hemoglobina. Allí los huesos lloran y su música se interpone entre los cuerpos. Finalmente, purificados por el frío, somos reales en la desaparición (Gamoneda, 2003: 111).
La infancia y la senectud están relacionadas a lo largo del poemario a través del motivo corporal, donde la identificación entre ambos extremos vitales se va conformando hacia una forma de materia única: avanzando desde los “desvanes de la infancia” (Gamoneda, 2003: 21) y la “niñez abrasada” (2003: 25) se alcanza el final de la vida, donde la decrepitud corporal adquiere una dimensión ontológica: “Entré en un tiempo en que mi cuerpo participaba de la luz, que, a su vez, estaba en mí y fuera de mí: eran la fiebre y la revelación en el instante de rasgarse la infancia” (2003: 113).
Esta cuestión, la intensificación de ciertos elementos poéticos y la recurrente aparición de ciertas imágenes irracionalistas, funciona de manera discursiva en todo el corpus lírico de Antonio Gamoneda: “La experiencia de la emisión —o la recepción— de la poesía intensifica mi vida y yo vivo esta intensificación como una forma de placer. Esta intensificación y este placer son independientes de la significación: la poesía fundamentada en el sufrimiento genera también placer” (Gamoneda, 1997: 24; énfasis en el original). El dolor, núcleo central de la poesía gamonediana, invade todo el poemario mediante impulsos estéticos de sostenida emoción. Si ya en Sublevación inmóvil (1960) se podía leer “Oh qué dura, feroz es la frontera / de la belleza y el dolor” (Gamoneda, 2010: 43), es a través de la experiencia de la enfermedad y del cuerpo decrépito en Arden las pérdidas donde se somete al sujeto a los conflictos de la conciencia y de la voluntad, en lucha con la materialidad de la palabra. Como señala Miguel Casado, las sustancias de la muerte saturan la percepción sensorial del poema (2010: 588), pero bajo las palabras circula un sustrato memorialístico. Por ello, los diálogos sostenidos a lo largo del poemario se concentran en las formas invisibles de la desaparición —lo concreto, ciertos momentos vitales, varios seres queridos—: “esta pena arterial, esta memoria / despedazada” (Gamoneda, 2003: 55).
La memoria, impulsada desde la vejez, produce conexiones que se comunican circularmente con el origen de la vida:
Esta es la edad del hierro en la garganta. Ya.
Te habitas a ti mismo pero te desconoces; vives en una bóveda abandonada en la que escuchas tu propio corazón
mientras la grasa y el olvido se extienden por tus venas y
te calcificas en el dolor y de tu boca
caen sílabas negras.
[…]
Piensas la desaparición. Acaricias
la tiniebla cerebral, bajas al hígado calcinado por la tristeza.
Así es la edad del hierro en la garganta. Ya
todo es incomprensible (Gamoneda, 2003: 119-120).
Lo nombrado a través del cuerpo activa el núcleo interior de los poemas, lo que Gilbert Durand denomina “puntos de condensación simbólicos” (1981: 40); aquellas zonas conceptuales —en este caso insistencias corporales— en las que se cristalizan los símbolos. Estos puntos de condensación constituyen un referente que explica y desarrolla el propio texto, y también el acto poemático. Los conceptos que remiten a una misma imagen aun siendo diferentes —“el dolor es parte de la serenidad” (Gamoneda, 2003: 19); “conocí los sudarios habitados / y las bujías del dolor” (Gamoneda, 2003: 69)— se ven acelerados por un dinamismo de tensiones incesantes cuyo resultado es su propia sustancia: la imagen así se transforma y se torna en otra diferente, generando simultáneamente una dialéctica del dolor, en un territorio intermedio entre lo concreto y lo imaginario.
La exaltación sensorial se convierte en agónica, y los referentes clínicos reaparecen constantemente junto a las imágenes de la enfermedad: “Ahora / aparto crespones¹ y cánulas hipodérmicas” (Gamoneda, 2003: 23); “Mi vejez tuerce sus huesos y quema sus cabellos, mi vejez envuelta en una piel húmeda de amor” (Gamoneda, 2003: 37); “Miro mi desnudez. Contemplo / la aparición de las heridas blancas” (Gamoneda, 2003: 39); “Por sus cánulas descendieron los líquidos de la vejez, pero la vejez incendió mi memoria. / […] / He despertado. Ya / no veo más que las delicadas espátulas, tan útiles en la preparación de la agonía” (Gamoneda, 2003: 122). Todo ello remite a la concepción barthesiana de la escritura:
imágenes, elocución, léxico, nacen del cuerpo y del pasado del escritor y poco a poco se transforman en los automatismos de su arte. Así, bajo el nombre de estilo, se forma un lenguaje autárquico que se hunde en la mitología personal y secreta del autor, en esa hipofísica de las palabras y las cosas, donde se instalan, de una vez por todas, los grandes temas verbales de su existencia (Barthes, 2012: 13-14).
Aunque su relevancia extratextual sea mínima, el espacio estrictamente biográfico es, por tanto, desde donde se produce un acercamiento íntimo a lo colectivo, desde el pacto realista del acto poético. La voz extenuada del sujeto poemático, en su detallado recuento de aflicciones —“llagas vivientes” (Gamoneda, 2003: 43); “luz / en los cartílagos y las venas. Luego / descendieron las vértebras” (2003: 43); “mirada inmóvil” (2003: 43); “úlceras” (2003: 47); “fístulas” (2003: 63); “enfermedad llena de espejos” (2003: 103); “sangre en mi pensamiento” (2003: 103)—, se condensa en la imagen final de la calcinación.² Como señala Miguel Casado (2010: 617-618), ya desde Lápidas (1986) el verbo “arder” es utilizado por Gamoneda en un sentido no vinculado al fuego, sino a diferentes formas de transfiguración luminosa que transmiten intensidad y fuertes concentraciones de vida activa.
Casado ya había observado anteriormente la existencia, en el lenguaje poético de Gamoneda, de “esa cifra simbólica e irracionalista” (2006: 13), cuestión también percibida por María Nieves Alonso —“uso de figuras y símbolos desasidos de la dependencia realista” (2005: 19)— y por José Luis Puerto —“hay una continua recurrencia a los mismos símbolos, que se enriquecen y se ramifican […] caracterizadas por su irracionalidad y subjetividad” (1993: 23)—. Se introducen aquí diversos conceptos que resultan de especial relevancia: la subjetividad de la imagen, similar a la experiencia del dolor, la indeterminación semántica de los términos, que en una lógica interna encuentran su necesidad y también su justificación, y la generación de ese mundo de realidades y conceptos que mantienen una correspondencia exacta pero también paralela.³
Así, en esa “habitación calcinada” (Gamoneda, 2003: 17) de Arden las pérdidas, la imagen es espectral, oracular, y de este modo la vejez se desarrolla como un continuum; es decir, no es un estado vital dado en la consumación, sino que supone una realización permanente de la pérdida a través de las diferentes apariciones de la infancia —“busco las manos de mi madre en los armarios llenos de sombra” (Gamoneda, 2003: 23)— que, a su vez, remiten a la biografía real del poeta.4 Las imágenes luminosas —recogidas en la imagen de “la última luz” (Gamoneda, 2003: 15)— se contraponen a la tradicional serenidad y calma para personalizar el regreso de la inquietud y del malestar, y sirve para explorar la energía que desprende lo obsesivo del cuerpo decrépito, como ocurre en todo el desarrollo de la parte final del poemario, titulada “Claridad sin descanso”. La observación de la angustia y la experiencia del dolor surgen del testimonio de la memoria y confluyen en una preocupación identitaria culminada en la pérdida de conciencia; un proceso que se genera, entre otras recurrencias, a través de la identificación animal:
Una paloma inmóvil
en sus arterias y en sus huesos. Ya
atiende a la agonía natural envuelta
en pétalos de sombra (Gamoneda, 2003: 95).
En los elementos naturales y, en especial, en el cuerpo de los animales moribundos —“vi serpientes enfermas —bellas en sus úlceras transparentes—, frutos amenazados por espinas y sombras, hierbas excitadas por el rocío. Vi un ruiseñor agonizante y su garganta llena de luz” (Gamoneda, 2003: 101)— se produce una tensa relación metonímica a través de una concepción agonística de la experiencia humana, en cuya esencia descansa una relación dialéctica entre la belleza y el dolor. Así, la “potencia / degolladora de dolor” (Gamoneda, 2010: 43) y los “cuerpos / endurecidos en el dolor” (Gamoneda, 2010: 69) de Sublevación inmóvil conocen en Arden las pérdidas el tiempo de la caducidad y de la derrota, un dolor fundamentalmente humano, donde la palabra se extiende hasta alcanzar el agotamiento, en un tenaz juego de contrastes que conduce al sujeto hacia el tormento epistémico: “Soñé y el sueño era otra vida dentro de mi cuerpo y su argumento consistía en el dolor y el dolor era anterior al pensamiento y se deducía de células enfermas” (Gamoneda, 2003: 114).
De nuevo, el sufrimiento se acepta como raíz vital, una condición inseparable de la vida, y se propulsa desde el cuerpo hacia todo aquello que se libera. La memoria sentimental que emerge de la conciencia —y que en ocasiones la suplanta— busca la identidad personal en la atenuación y el final acabamiento de esta: “Es la vejez. Fluye en mis venas como agua atravesada por gemidos. Van / a cesar todas las preguntas” (Gamoneda, 2003: 124). El final del cuerpo y su decadencia, lugar de “la agonía y la serenidad” (Gamoneda, 2003: 124), posee un discurso alegórico acerca de la existencia humana y el dolor, inherente sustancia al ser. Todos los herrajes conceptuales de Arden las pérdidas giran en torno al dolor físico, donde los sentidos corporales perciben más de lo que percibe el sujeto, demostrando que si la muerte y la memoria son los grandes núcleos de la poesía de Antonio Gamoneda, como ha señalado la crítica (Casado, 2010: 619), también a través del dolor surge la voluntad de introspección, conocimiento y constitución, como así lo introduce, a través del motivo corporal, la voz que, desde la vejez, reconstruye la conciencia que atraviesa el poemario.
— — —
NOTAS:
¹ Se alude a la acepción de crespón como gasa tupida y, por metonimia, al luto: aparece, de nuevo, una alusión al acabamiento físico.
² José Luis Gómez Toré incide también en la importancia de la materia escatológica en este poemario, que completa la experiencia total de la vida (2005: 93).
³ En su ensayo El cuerpo de los símbolos, Gamoneda declara que la palabra se expande de manera física, aunque permanezca cerrada, y precisamente en su cierre se produce una alteración de las significaciones que conciertan, de este modo, su sentido: “En el poema manejo palabras cargadas con valor simbólico, pero se trata de un simbolismo con un solo miembro: el símbolo es, en su naturaleza, aquello mismo que simboliza. Dicho de otra manera: es símbolo de sí mismo” (1997: 26-27). Es decir, se produce una contracción del símbolo que favorece la comprensión de un segundo sentido, aunque este resulte paradójico. Es un proceso similar a la disemia heterogénea estudiada por Carlos Bousoño (1984: 217) y a la simultaneidad objetiva y subjetiva teorizada por Robert Langbaum (1996: 369). Asimismo, Gamoneda reconoce la encarnación del símbolo a través de un ejemplo práctico de su propia poesía: “hay una tensión mediante la cual las palabras adquieren potencias simbólicas. Pero se trata de un simbolismo especial: se simbolizan a sí mismas. Tú encuentras en un poema mío unas cucharas. Tú vas a pensar que se trata de un símbolo, y es verdad, pero después vas a sospechar que esas cucharas estuvieron físicamente en mi vida. Estás en lo cierto. En los dos casos” (1997: 178; énfasis en el original).
4 La imagen, real y simbólica, del armario es el dispositivo que activa la memoria del poeta en su primer volumen de memorias, titulado Un armario lleno de sombra (2009); al que sigue el tomo La pobreza (2020). Asimismo, es de revelador título su antología Niñez (2016), preparada por su hija Amelia Gamoneda Lanza.
Solo hay que ver la lista completa, publicada el pasado 15 de octubre de 2022 en el suplemento cultural semanal del diario El País, para darse cuenta de que sobran los comentarios.
Manuel Rico, uno de los cien miembros del jurado del que ha salido ese ‘canon’, ha hecho pública su lista personal en su muro de Facebook:

Antonio Gamoneda recita el poema «Conozco al pájaro verdugo…», del libro Arden las pérdidas (Tusquets, 2003)
Créditos del vídeo:
First published in ‘Brandend Verlies’, Uitgeverij P, Leuven, 2009
Translation © Robin Myers, 2010
First published on PIW, 2010
Produced by Beeldrecensies for Poetry International Web, 2010.
Filmed at the Poetry International Festival, Rotterdam, June 2010.
Antonio Gamoneda recita el poema «Un animal oculto en el crepúsculo», del libro Arden las pérdidas (Tusquets, 2003).
Créditos del vídeo:
First published in Arden las perdidas, Tusquets, Barcelona, 2003.
Translation © Robin Myers, 2010.
First published on PIW.
Produced by Beeldrecensies for Poetry International Web, 2010.
Filmed at the Poetry International Festival, Rotterdam, June 2010.

Antonio Gamoneda. Fotografía: Eloísa Otero.
Antonio Gamoneda lee poemas de su libro «Arden las pérdidas» (2003) en este vídeo de Verboilustrado, cuya imagen es una fotografía de Amando Casado en la que se ve a Gamoneda posando para el escultor Amancio González Andrés.
CLARIDAD SIN DESCANSO
De: «Arden las pérdidas» (2003)
Antonio Gamoneda
Quizá me sucedo en mí mismo. No sé quién pero alguien ha muerto en mí.
También ayer olía la desaparición y estaba amenazado por la luz, pero
hoy es otro el cuchillo delante de mis ojos.
No quiero ser mi propio extraño, estoy entorpecido por las visiones.
Es difícil
poner luz todos los días en las venas y trabajar en la retracción
de rostros desconocidos hasta que se convierten en rostros amados
y después llorar porque voy a abandonarlos o porque ellos van a
abandonarme.
Qué
estupidez tener miedo al borde de la falsedad, qué cansancio
abandonar la inexistencia y
morir después todos los días.

Ventana del estudio de Antonio Gamoneda, en su casa de León.
CLARIDAD SIN DESCANSO
Quizá me sucedo en mí mismo. No sé quién pero alguien ha muerto en mí. También ayer olía la desaparición y estaba amenazado por la luz, pero hoy es otro el cuchillo delante de mis ojos.
No quiero ser mi propio extraño, estoy entorpecido por las visiones. Es difícil
poner luz todos los días en las venas y trabajar en la retracción de rostros desconocidos hasta que se convierten en rostros amados y después llorar porque voy a abandonarlos o porque ellos van a abandonarme.
Qué
estupidez tener miedo al borde de la falsedad y qué cansancio
abandonar la inexistencia y
morir después todos los días.

Carmen Palomo, durante una conferencia.
Antonio Gamoneda: límites, el libro que recoge la tesis doctoral de Carmen Palomo sobre el poeta Antonio Gamoneda, publicado por la Universidad de León en el año 2007, y agotado hace tiempo, ya está en internet, en pdf. La Universidad de León ha tenido a bien subirlo a la Red:
— — —
La memoria es mortal. Algunas tardes, Billie Holiday pone
su rosa enferma en mis oídos.
Algunas tardes me sorprendo
lejos de mí, llorando.
ANTONIO GAMONEDA
(Del libro «Arden las pérdidas», Tusquets, 2003)
— — —
[Esta versión en español e italiano está tomada de potlatch.it]
CLARIDAD SIN DESCANSO
Vi lavandas sumergidas en un cuenco de sangre y esta visión ardió en mí.
Más allá de la lluvia vi serpientes enfermas, bellas en sus úlceras transparentes; frutos amenazados por espinas y sombra y flores excitadas por el rocío. Vi un ruiseñor agonizante y su garganta llena de luz.
La realidad es mi pensamiento. Estoy soñando la existencia y es un jardín torturado. Pero voy a morir. Entretanto, pasan ante mí madres encanecidas en el vértigo.
Mi pensamiento es anterior a la eternidad pero no hay eternidad. He gastado mi juventud ante una tumba vacía; me he extenuado en preguntas que aún percuten en mí como un caballo que galopase tristemente en la memoria.
Todavía giro dentro de mí mismo aunque sé que ya voy a caer en la frialdad de mi propio corazón.
Así es la vejez: horas incomprensibles, claridad sin descanso.
ANTONIO GAMONEDA
— — —
CHIARORE SENZA RIPOSO
Vidi lavande sommerse in un lago di sangue e questa visione arse in me.
Oltre la pioggia vidi serpenti infermi, belli nelle loro ulcere trasparenti; frutti minacciati da spine e ombre e fiori eccitati dalla rugiada. Vidi un usignolo agonizzante e la sua gola piena di luce.
La realtà è il mio pensiero. Sto sognando l’esistenza ed è un giardino torturato. Ma morirò. Frattanto, passano davanti a me madri incanutite nella vertigine.
Il mio pensiero è anteriore all’eternità ma non c’è eternità. Ho consumato la mia gioventù davanti ad una tomba vuota; mi sono estenuato in domande che ancora battono in me come un cavallo che galoppi tristemente nella memoria.
Ancora mi aggiro in me stesso sebbene sappia che ormai cadrò nella freddezza del mio stesso cuore.
Così è la vecchiaia: ore incomprensibili, chiarore senza riposo.
ANTONIO GAMONEDA [Traduzione di Raffaella Marzano]
— — —
[Versión del poema (reescrito por Gamoneda) en el libro «Arden las pérdidas» (Tusquets, Barcelona, 2003):]
CLARIDAD SIN DESCANSO
Vi lavandas sumergidas en un cuenco de llanto y la visión ardió en mí.
Más allá de la lluvia vi serpientes enfermas —bellas en sus úlceras transparentes—, frutos amenazados por espinas y sombras, hierbas excitadas por el rocío. Vi un ruiseñor agonizante y su garganta llena de luz.
Estoy soñando la existencia y es un jardín torturado. Ante mí pasan madres encanecidas en el vértigo.
Mi pensamiento es anterior a la eternidad pero no hay eternidad. He gastado mi juventud ante una tumba vacía, me he extenuado en preguntas que aún percuten en mí como un caballo que galopase tristemente en la memoria.
Aún giro dentro de mí mismo aunque sé que voy a caer en el frío de mi propio corazón.
Así es la vejez: claridad sin descanso.
ANTONIO GAMONEDA
En (haz click:) 452º Fahrenheit. Revista electrónica de teoría de la literatura y literatura comparada, 4 (2011), pp. 56-67.
Por JORGE FERNÁNDEZ GONZALO
Resumen.- Nuestro estudio trata de analizar el concepto de memoria y olvido en la producción poética de Antonio Gamoneda a través de obras como ‘Descripción de la mentira’, ‘Lápidas’, ‘Libro del frío’ o ‘Arden las pérdidas’, y en relación al período histórico que le tocó vivir al autor.
0. La poesía de Antonio Gamoneda
Antonio Gamoneda (Oviedo, 1931) fue un poeta «olvidado» durante mucho tiempo por lo que a manuales de literatura y antologías al uso se refiere. Sin embargo, los últimos años han servido para relanzar su carrera y situarla junto a otros autores de su generación como son Ángel González, Claudio Rodríguez o José Ángel Valente. La obtención del premio Cervantes en 2006 serviría para culminar una trayectoria que se había iniciado con un puñado de poemas publicados en revistas bajo el título de La tierra y los labios (1949), y con el libro Sublevación inmóvil, accésit del prestigioso premio Adonáis, en 1960. Sin embargo, muchos de sus siguientes libros sufrieron o el parón de la censura, como es el caso de Blues castellano (que no se publicaría hasta veinte años después de su confección), o cierto prestigio académico que no se tradujo en éxito mediático, como en uno de sus principales poemarios, Descripción de la mentira (1977), sobre el cual hablaremos detenidamente en estas páginas. Sus libros mayores, Libro del frío y Arden las pérdidas, constituyen un soplo de aire fresco para un panorama literario anclado a menudo en fórmulas consabidas, en modas, pero no en poetas auténticos, en obras de relieve.

Portada de la carpeta «Extravío en la luz», de Antonio Gamoneda.
La carpeta Extravío en la luz, de Antonio Gamoneda, fue editada por la Escuela de Arte de Mérida en Marzo de 2008, con motivo del 75 aniversario del centro, en la preciosa colección que coordina el pintor Javier Fernández de Molina.
La carpeta incluye:
Por AMELIA GAMONEDA
Quiere el uso que no haya consanguinidad ni parentesco entre presentador y presentado, o entre crítico y poeta, o entre exégeta y artista. La precaución, ya se sabe, tiene que ver con un prurito de objetividad que se deduce –supuestamente– de la distancia biológica o de la falta de una relación socialmente contratada entre ambos. Me pregunto si dicha distancia ha de ser también considerada indispensable para el caso básico del autor y su lector. Y lo hago, naturalmente, para llevar a un extremo algo ridículo todas estas prevenciones: sólo faltaba que yo no pudiera ser lectora de mi padre.
En realidad, la objetividad no es tan deseable. En la lectura de la obra de alguien o en su presentación o incluso en su estudio crítico, no son particularmente malvenidas las notas que delatan el conocimiento intenso o íntimo del autor, como tampoco se desdeñan las implicaciones afectivas confesadas que uno pueda tener con él o con su escritura. Esto hace tolerable e incluso conveniente que el oficio de presentador lo desempeñe un amigo del escritor, y no explica que siga pesando una inhabilitación para este cargo sobre quien posee vínculos amorosos o de parentesco; sólo queda pues una causa para este interdicto, y se llama pudor.
¿Qué pudor? El que nace de un equívoco: se supone que el consanguíneo o el vinculado por el afecto amoroso va a exhibir una intimidad desvinculada de la escritura, se supone que va a sentarse en la mesa de presentación como quien se sienta en el plató de un programa del corazón. Es mucho suponer. Más justo será reconocerle la mejor de las opciones, esto es: la de saber implicar el conocimiento de lo íntimo en su lectura de la obra del poeta. Acogiéndome a este supuesto, no voy a presentarles a mi padre, Antonio Gamoneda, voy a presentarles al poeta Antonio Gamoneda, que resulta que es mi padre.
Podría decir, en tono de chiste, que conozco a este poeta desde que nací, pero no es verdad: conocí entonces a la persona, pero al poeta no lo conocí hasta mi adolescencia, justo cuando él renacía como poeta, después de guardar silencio durante 500 semanas.

El poeta y músico leonés Ildefonso Rodríguez.
[El siguiente texto fue leído, en una primera versión, en Buenos Aires, en el Instituto de Cooperación Iberoamericana (AECI), el 22 de noviembre de 2000. Y publicado en el número 2, primavera del 2001, de la revista «La Pecera», dirigida por el poeta Osvaldo Picardo, de la Universidad de Mar del Plata.
Una nueva versión ampliada —el texto que reproducimos a continuación— se publicó posteriormente en la revista de Extremadura «Espacio/Espaço Escrito», dirigida por Ángel Campos, números 23 y 24, Badajoz, 2004; en el dossier dedicado a Gamoneda y coordinado por Miguel Casado.]
Por ILDEFONSO RODRÍGUEZ
Cuando relacionamos poesía y música, más allá de la discusión teórica, y más allá de ser siempre una relación resbaladiza, deberíamos ante todo atender a los testimonios que de ella nos dan los propios poetas, sus modos de implicar los datos musicales en la escritura. Así, oigamos, para empezar, dos de esos testimonios, entre los muchos que podríamos mostrar, dos principios de autoridad.
Rubén Darío ha escrito a propósito de Unamuno: «En Unamuno se ve la necesidad que urge al alma del verdadero poeta de expresarse rítmicamente, de decir sus pensares y sentires de modo musical… Lo que resalta en este caso es la necesidad del canto».
Ahora Baudelaire: «¿Quién de nosotros no ha soñado, en sus días ambiciosos, con el milagro de una prosa poética, musical, sin ritmo ni rima, lo suficientemente flexible y dura como para adaptarse a los movimientos líricos del alma, a las ondulaciones del ensueño y a los sobresaltos de la conciencia». Y en El poema del haschis, se lee: «La gramática, incluso la árida gramática, resulta algo así como un hechizo evocador; las palabras resucitan revestidas de carne y hueso; el substantivo, en su majestad sustancial; el adjetivo, ropaje transparente que lo viste y colorea como una veladura; y el verbo, ángel del movimiento, que da a la frase la oscilación».
Creo que la escritura de Gamoneda se funda en una poética de la circularidad, lo que en otro lugar he llamado memoria de la memoria. El lector sufre un vértigo, cree estar ante la inminencia de una revelación absoluta; pero ésta queda conjurada circularmente: es el relato de un suceso oculto que centellea, se transparenta, pero permanece innominado. ¿Dónde? «El palimpsesto de la memoria es indestructible», ha escrito Gamoneda. Circularidad de los gestos, casi podríamos decir un sistema de fractales. Por ejemplo: la palabra armario genera una imagen que se repite a lo largo de los años, adquiere la categoría de un símbolo (aunque se simbolice a sí misma, en el sistema poético de Gamoneda: el armario). En distintos libros hemos leído: «El dios que llora en mis armarios». «Dime qué ves en el armario horrible». O algo como: «No hagas incesto en los armarios, guárdate: albergan asma, atribución, espíritus, quizá días y alas desesperadas». Palabra, imagen, símbolo, el armario pronto reaparecerá con una centralidad decisiva, pues el libro de memorias en el que Gamoneda está trabajado parece que se titulará Un armario. Sombras. Y del mismo modo podríamos leer, por ejemplo, las palabras luz o miedo, fractales, dos nudos decisivos de esa trama o sistema poético al que me estoy refiriendo. Un pensamiento que procede por ondas expansivas, a partir de datos de repetición y variación. «Las ondas de un narcótico calmo», como escribió Mallarmé. Son leivmotivs, obsesiones: «La majestad obsede en círculos». Es el impulso de la repetición interior (repetición convulsiva), el retorno de lo mismo. Y es, también, la necesidad de las variaciones, la reescritura permanente. Ese gran impulso es de naturaleza musical, engendra música, mediante dos vías: las ondas del pensamiento poético, con núcleos obsesivos. Y ciertas palabras que aparecen casi como talismanes o conjuros.

…
[Reproducimos una reseña del libro «Arden las pérdidas» (Barcelona, Tusquets, 2003), de Antonio Gamoneda, publicada en El Cultural el 24 de abril de 2003.]
ARDEN LAS PÉRDIDAS
Por FRANCISCO DÍAZ DE CASTRO
Antonio Gamoneda es un poeta necesario. Necesario por incómodo, por radical, porque con cada uno de sus textos, además de todo aquello a lo que nos obliga a enfrentarnos, plantea al límite cuanto la poesía tiene de desvelamiento posible, de construcción de un (des)conocimiento de uno mismo y del mundo.
La obra sucesiva de Gamoneda, ya desde Blues castellano pero sobre todo a partir de Descripción de la mentira y hasta esta nueva vuelta de tuerca que es Arden las pérdidas, más allá de su dificultad inmediata, de su complejidad, de su hermetismo, se nos impone como una mirada diferente edificada sobre la experiencia y que pone al descubierto toda la dialéctica interior, incierta, contradictoria pero inexorable, de la conciencia de la autenticidad frente a ese conglomerado en desorden que llamamos lo real y frente a la conciencia de la caducidad, siempre presente y núcleo central de este último libro.