Claridad sin descanso

«Claridad sin descanso»: La conciencia del deterioro en ‘Arden las pérdidas’ / Un artículo de Sergio Fernández Martínez (2023)

El nuevo número (el 21) de la revista Siglo XXI. Literatura y Cultura Españolas, de la Universidad de Valladolid, incluye un artículo de Sergio Fernández Martínez sobre la vejez en tres poetas españoles: Antonio Gamoneda, Juana Castro y Angélica Liddell.

CITA DEL ARTÍCULO:
Fernández Martínez, S.
(2023). Vejez y decrepitud en la obra de tres poetas españoles: Antonio Gamoneda, Juana Castro, Angélica Liddell. Siglo XXI. Literatura y Cultura Españolas, (21), 185–210. https://doi.org/10.24197/sxxi.21.2023.185-210

Reproducimos el apartado dedicado a Antonio Gamoneda:

“CLARIDAD SIN DESCANSO”: LA CONCIENCIA DEL DETERIORO EN ‘ARDEN LAS PÉRDIDAS’ (ANTONIO GAMONEDA, 2003)

Por SERGIO FERNÁNDEZ MARTÍNEZ

Los motivos y temas característicos del cuerpo decrépito aparecen de manera recurrente en la obra poética de Antonio Gamoneda y, de manera especial, a partir de su libro Arden las pérdidas (2003). La expresividad, la ambientación y la temática que vertebran esta obra encuentra su origen estilístico en Libro del frío (1992), y su continuación en poemarios como Canción errónea (2012) o, de manera aún más sintética, en La prisión transparente (2016). En Arden las pérdidas, el dolor funciona como el núcleo esencial de los procesos afectivos, sobre los que destaca la pérdida en su más amplio significado: “un día, se manifestó la melancolía cableada del corazón al intestino” (Gamoneda, 2003: 115). Los verbos utilizados por el sujeto poético, en primera persona —“vi”, “veo”, “tengo”, “miro”, “contemplo”, etc.— otorgan al conjunto un carácter documental al tiempo que proyectan una voluntad testimonial. Como recoge el propio autor en Solo luz:

mi poesía, aun siendo prioritariamente autorreferente, adquiere su completo sentido cuando comporta […] un discurso inseparable de hechos interiorizados (he dicho “interiorizados”, no “interiores”), que han proporcionado cuerpo y carácter a mi vida. Lo he argumentado en repetidas ocasiones de otra manera: mi poesía (y quizá la de todos, quieran o no quieran) es el relato de cómo avanzo hacia la muerte. Un relato en el que, insisto, son inseparables, porque son la misma cosa, la realidad y el símbolo (Gamoneda, 2000: 7; énfasis añadido).

Así, desde la perspectiva de la vejez, los procesos vitales se muestran como espectros que ocupan el lugar de las realidades para colmar el recuerdo. La mirada, tan importante en Arden las pérdidas, funciona como una fuerza centrípeta de interiorización corporal hacia el dolor, utilizando como elemento característico el uso de terminología médica muy precisa, léxico poco recurrente en poesía:

Escuchar la sangre. ¿Dónde? ¿En la fístula azul o en las arterias ciegas? Allí el hierro silba, o arde, quizá: no somos más que miserable hemoglobina. Allí los huesos lloran y su música se interpone entre los cuerpos. Finalmente, purificados por el frío, somos reales en la desaparición (Gamoneda, 2003: 111).

La infancia y la senectud están relacionadas a lo largo del poemario a través del motivo corporal, donde la identificación entre ambos extremos vitales se va conformando hacia una forma de materia única: avanzando desde los “desvanes de la infancia” (Gamoneda, 2003: 21) y la “niñez abrasada” (2003: 25) se alcanza el final de la vida, donde la decrepitud corporal adquiere una dimensión ontológica: “Entré en un tiempo en que mi cuerpo participaba de la luz, que, a su vez, estaba en mí y fuera de mí: eran la fiebre y la revelación en el instante de rasgarse la infancia” (2003: 113).

Esta cuestión, la intensificación de ciertos elementos poéticos y la recurrente aparición de ciertas imágenes irracionalistas, funciona de manera discursiva en todo el corpus lírico de Antonio Gamoneda: “La experiencia de la emisión —o la recepción— de la poesía intensifica mi vida y yo vivo esta intensificación como una forma de placer. Esta intensificación y este placer son independientes de la significación: la poesía fundamentada en el sufrimiento genera también placer” (Gamoneda, 1997: 24; énfasis en el original). El dolor, núcleo central de la poesía gamonediana, invade todo el poemario mediante impulsos estéticos de sostenida emoción. Si ya en Sublevación inmóvil (1960) se podía leer “Oh qué dura, feroz es la frontera / de la belleza y el dolor” (Gamoneda, 2010: 43), es a través de la experiencia de la enfermedad y del cuerpo decrépito en Arden las pérdidas donde se somete al sujeto a los conflictos de la conciencia y de la voluntad, en lucha con la materialidad de la palabra. Como señala Miguel Casado, las sustancias de la muerte saturan la percepción sensorial del poema (2010: 588), pero bajo las palabras circula un sustrato memorialístico. Por ello, los diálogos sostenidos a lo largo del poemario se concentran en las formas invisibles de la desaparición —lo concreto, ciertos momentos vitales, varios seres queridos—: “esta pena arterial, esta memoria / despedazada” (Gamoneda, 2003: 55).

La memoria, impulsada desde la vejez, produce conexiones que se comunican circularmente con el origen de la vida:

Esta es la edad del hierro en la garganta. Ya.
Te habitas a ti mismo pero te desconoces; vives en una bóveda abandonada en la que escuchas tu propio corazón
mientras la grasa y el olvido se extienden por tus venas y
te calcificas en el dolor y de tu boca
caen sílabas negras.
[…]
Piensas la desaparición. Acaricias
la tiniebla cerebral, bajas al hígado calcinado por la tristeza.

Así es la edad del hierro en la garganta. Ya
todo es incomprensible (Gamoneda, 2003: 119-120).

Lo nombrado a través del cuerpo activa el núcleo interior de los poemas, lo que Gilbert Durand denomina “puntos de condensación simbólicos” (1981: 40); aquellas zonas conceptuales —en este caso insistencias corporales— en las que se cristalizan los símbolos. Estos puntos de condensación constituyen un referente que explica y desarrolla el propio texto, y también el acto poemático. Los conceptos que remiten a una misma imagen aun siendo diferentes —“el dolor es parte de la serenidad” (Gamoneda, 2003: 19); “conocí los sudarios habitados / y las bujías del dolor” (Gamoneda, 2003: 69)— se ven acelerados por un dinamismo de tensiones incesantes cuyo resultado es su propia sustancia: la imagen así se transforma y se torna en otra diferente, generando simultáneamente una dialéctica del dolor, en un territorio intermedio entre lo concreto y lo imaginario.

La exaltación sensorial se convierte en agónica, y los referentes clínicos reaparecen constantemente junto a las imágenes de la enfermedad: “Ahora / aparto crespones¹ y cánulas hipodérmicas” (Gamoneda, 2003: 23); “Mi vejez tuerce sus huesos y quema sus cabellos, mi vejez envuelta en una piel húmeda de amor” (Gamoneda, 2003: 37); “Miro mi desnudez. Contemplo / la aparición de las heridas blancas” (Gamoneda, 2003: 39); “Por sus cánulas descendieron los líquidos de la vejez, pero la vejez incendió mi memoria. / […] / He despertado. Ya / no veo más que las delicadas espátulas, tan útiles en la preparación de la agonía” (Gamoneda, 2003: 122). Todo ello remite a la concepción barthesiana de la escritura:

imágenes, elocución, léxico, nacen del cuerpo y del pasado del escritor y poco a poco se transforman en los automatismos de su arte. Así, bajo el nombre de estilo, se forma un lenguaje autárquico que se hunde en la mitología personal y secreta del autor, en esa hipofísica de las palabras y las cosas, donde se instalan, de una vez por todas, los grandes temas verbales de su existencia (Barthes, 2012: 13-14).

Aunque su relevancia extratextual sea mínima, el espacio estrictamente biográfico es, por tanto, desde donde se produce un acercamiento íntimo a lo colectivo, desde el pacto realista del acto poético. La voz extenuada del sujeto poemático, en su detallado recuento de aflicciones —“llagas vivientes” (Gamoneda, 2003: 43); “luz / en los cartílagos y las venas. Luego / descendieron las vértebras” (2003: 43); “mirada inmóvil” (2003: 43); “úlceras” (2003: 47); “fístulas” (2003: 63); “enfermedad llena de espejos” (2003: 103); “sangre en mi pensamiento” (2003: 103)—, se condensa en la imagen final de la calcinación.² Como señala Miguel Casado (2010: 617-618), ya desde Lápidas (1986) el verbo “arder” es utilizado por Gamoneda en un sentido no vinculado al fuego, sino a diferentes formas de transfiguración luminosa que transmiten intensidad y fuertes concentraciones de vida activa.

Casado ya había observado anteriormente la existencia, en el lenguaje poético de Gamoneda, de “esa cifra simbólica e irracionalista” (2006: 13), cuestión también percibida por María Nieves Alonso —“uso de figuras y símbolos desasidos de la dependencia realista” (2005: 19)— y por José Luis Puerto —“hay una continua recurrencia a los mismos símbolos, que se enriquecen y se ramifican […] caracterizadas por su irracionalidad y subjetividad” (1993: 23)—. Se introducen aquí diversos conceptos que resultan de especial relevancia: la subjetividad de la imagen, similar a la experiencia del dolor, la indeterminación semántica de los términos, que en una lógica interna encuentran su necesidad y también su justificación, y la generación de ese mundo de realidades y conceptos que mantienen una correspondencia exacta pero también paralela.³

Así, en esa “habitación calcinada” (Gamoneda, 2003: 17) de Arden las pérdidas, la imagen es espectral, oracular, y de este modo la vejez se desarrolla como un continuum; es decir, no es un estado vital dado en la consumación, sino que supone una realización permanente de la pérdida a través de las diferentes apariciones de la infancia —“busco las manos de mi madre en los armarios llenos de sombra” (Gamoneda, 2003: 23)— que, a su vez, remiten a la biografía real del poeta.4 Las imágenes luminosas —recogidas en la imagen de “la última luz” (Gamoneda, 2003: 15)— se contraponen a la tradicional serenidad y calma para personalizar el regreso de la inquietud y del malestar, y sirve para explorar la energía que desprende lo obsesivo del cuerpo decrépito, como ocurre en todo el desarrollo de la parte final del poemario, titulada “Claridad sin descanso”. La observación de la angustia y la experiencia del dolor surgen del testimonio de la memoria y confluyen en una preocupación identitaria culminada en la pérdida de conciencia; un proceso que se genera, entre otras recurrencias, a través de la identificación animal:

Una paloma inmóvil
en sus arterias y en sus huesos. Ya
atiende a la agonía natural envuelta
en pétalos de sombra (Gamoneda, 2003: 95).

En los elementos naturales y, en especial, en el cuerpo de los animales moribundos —“vi serpientes enfermas —bellas en sus úlceras transparentes—, frutos amenazados por espinas y sombras, hierbas excitadas por el rocío. Vi un ruiseñor agonizante y su garganta llena de luz” (Gamoneda, 2003: 101)— se produce una tensa relación metonímica a través de una concepción agonística de la experiencia humana, en cuya esencia descansa una relación dialéctica entre la belleza y el dolor. Así, la “potencia / degolladora de dolor” (Gamoneda, 2010: 43) y los “cuerpos / endurecidos en el dolor” (Gamoneda, 2010: 69) de Sublevación inmóvil conocen en Arden las pérdidas el tiempo de la caducidad y de la derrota, un dolor fundamentalmente humano, donde la palabra se extiende hasta alcanzar el agotamiento, en un tenaz juego de contrastes que conduce al sujeto hacia el tormento epistémico: “Soñé y el sueño era otra vida dentro de mi cuerpo y su argumento consistía en el dolor y el dolor era anterior al pensamiento y se deducía de células enfermas” (Gamoneda, 2003: 114).

De nuevo, el sufrimiento se acepta como raíz vital, una condición inseparable de la vida, y se propulsa desde el cuerpo hacia todo aquello que se libera. La memoria sentimental que emerge de la conciencia —y que en ocasiones la suplanta— busca la identidad personal en la atenuación y el final acabamiento de esta: “Es la vejez. Fluye en mis venas como agua atravesada por gemidos. Van / a cesar todas las preguntas” (Gamoneda, 2003: 124). El final del cuerpo y su decadencia, lugar de “la agonía y la serenidad” (Gamoneda, 2003: 124), posee un discurso alegórico acerca de la existencia humana y el dolor, inherente sustancia al ser. Todos los herrajes conceptuales de Arden las pérdidas giran en torno al dolor físico, donde los sentidos corporales perciben más de lo que percibe el sujeto, demostrando que si la muerte y la memoria son los grandes núcleos de la poesía de Antonio Gamoneda, como ha señalado la crítica (Casado, 2010: 619), también a través del dolor surge la voluntad de introspección, conocimiento y constitución, como así lo introduce, a través del motivo corporal, la voz que, desde la vejez, reconstruye la conciencia que atraviesa el poemario.

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NOTAS:

¹ Se alude a la acepción de crespón como gasa tupida y, por metonimia, al luto: aparece, de nuevo, una alusión al acabamiento físico.

² José Luis Gómez Toré incide también en la importancia de la materia escatológica en este poemario, que completa la experiencia total de la vida (2005: 93).

³ En su ensayo El cuerpo de los símbolos, Gamoneda declara que la palabra se expande de manera física, aunque permanezca cerrada, y precisamente en su cierre se produce una alteración de las significaciones que conciertan, de este modo, su sentido: “En el poema manejo palabras cargadas con valor simbólico, pero se trata de un simbolismo con un solo miembro: el símbolo es, en su naturaleza, aquello mismo que simboliza. Dicho de otra manera: es símbolo de sí mismo” (1997: 26-27). Es decir, se produce una contracción del símbolo que favorece la comprensión de un segundo sentido, aunque este resulte paradójico. Es un proceso similar a la disemia heterogénea estudiada por Carlos Bousoño (1984: 217) y a la simultaneidad objetiva y subjetiva teorizada por Robert Langbaum (1996: 369). Asimismo, Gamoneda reconoce la encarnación del símbolo a través de un ejemplo práctico de su propia poesía: “hay una tensión mediante la cual las palabras adquieren potencias simbólicas. Pero se trata de un simbolismo especial: se simbolizan a sí mismas. Tú encuentras en un poema mío unas cucharas. Tú vas a pensar que se trata de un símbolo, y es verdad, pero después vas a sospechar que esas cucharas estuvieron físicamente en mi vida. Estás en lo cierto. En los dos casos” (1997: 178; énfasis en el original).

4 La imagen, real y simbólica, del armario es el dispositivo que activa la memoria del poeta en su primer volumen de memorias, titulado Un armario lleno de sombra (2009); al que sigue el tomo La pobreza (2020). Asimismo, es de revelador título su antología Niñez (2016), preparada por su hija Amelia Gamoneda Lanza.

“Claridad sin descanso» / «Chiarore senza riposo”, un poema de Gamoneda en español e italiano

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[Esta versión en español e italiano está tomada de potlatch.it]

CLARIDAD SIN DESCANSO

Vi lavandas sumergidas en un cuenco de sangre y esta visión ardió en mí.

Más allá de la lluvia vi serpientes enfermas, bellas en sus úlceras transparentes; frutos amenazados por espinas y sombra y flores excitadas por el rocío. Vi un ruiseñor agonizante y su garganta llena de luz.

La realidad es mi pensamiento. Estoy soñando la existencia y es un jardín torturado. Pero voy a morir. Entretanto, pasan ante mí madres encanecidas en el vértigo.

Mi pensamiento es anterior a la eternidad pero no hay eternidad. He gastado mi juventud ante una tumba vacía; me he extenuado en preguntas que aún percuten en mí como un caballo que galopase tristemente en la memoria.

Todavía giro dentro de mí mismo aunque sé que ya voy a caer en la frialdad de mi propio corazón.

Así es la vejez: horas incomprensibles, claridad sin descanso.

ANTONIO GAMONEDA 

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CHIARORE SENZA RIPOSO

Vidi lavande sommerse in un lago di sangue e questa visione arse in me.

Oltre la pioggia vidi serpenti infermi, belli nelle loro ulcere trasparenti; frutti minacciati da spine e ombre e fiori eccitati dalla rugiada. Vidi un usignolo agonizzante e la sua gola piena di luce.

La realtà è il mio pensiero. Sto sognando l’esistenza ed è un giardino torturato. Ma morirò. Frattanto, passano davanti a me madri incanutite nella vertigine.

Il mio pensiero è anteriore all’eternità ma non c’è eternità. Ho consumato la mia gioventù davanti ad una tomba vuota; mi sono estenuato in domande che ancora battono in me come un cavallo che galoppi tristemente nella memoria.

Ancora mi aggiro in me stesso sebbene sappia che ormai cadrò nella freddezza del mio stesso cuore.

Così è la vecchiaia: ore incomprensibili, chiarore senza riposo.

ANTONIO GAMONEDA [Traduzione di Raffaella Marzano]

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[Versión del poema (reescrito por Gamoneda) en el libro «Arden las pérdidas» (Tusquets, Barcelona, 2003):]

CLARIDAD SIN DESCANSO

Vi lavandas sumergidas en un cuenco de llanto y la visión ardió en mí.

Más allá de la lluvia vi serpientes enfermas —bellas en sus úlceras transparentes—, frutos amenazados por espinas y sombras, hierbas excitadas por el rocío. Vi un ruiseñor agonizante y su garganta llena de luz.

Estoy soñando la existencia y es un jardín torturado. Ante mí pasan madres encanecidas en el vértigo.

Mi pensamiento es anterior a la eternidad pero no hay eternidad. He gastado mi juventud ante una tumba vacía, me he extenuado en preguntas que aún percuten en mí como un caballo que galopase tristemente en la memoria.

Aún giro dentro de mí mismo aunque sé que voy a caer en el frío de mi propio corazón.

Así es la vejez: claridad sin descanso.

ANTONIO GAMONEDA