«Cancionero de Sagres»

Reseñas literarias de Gamoneda / «Cancionero de Sagres», de Antonio Pereira (1970)

«Cancionero de Sagres», de Antonio Pereira

Por ANTONIO GAMONEDA
[Artículo publicado en la revista Tierras de León, nº XI; Diputación de León, junio 1970]

Desde las mismas titulaciones —»Del monte y los caminos», «El regreso», fueron las anteriores— se comprueba una especie de voluntad viajera. «Cancionero de Sagres» (Col. Arbole, Ed. Oriens. Madrid, 1969) reitera esta voluntad con una, en cierta medida, orientación exótica. Si partimos de esta advertencia es para considerar lo que nos parece una constante significativa en la poesía de Pereira. Hay una operación por la que Pereira hace de su comprobación de la tierra extensa, de su paisaje humano, una manera de afirmación y encuentro consigo mismo:

«Y nadie podrá decirme,
nadie,
que voy perdido».

El largo repaso de la tierra se hace curso poético; paralelamente, movimiento y mirada hacia fuera; posteriormente, interiorización. Con esta última viene un arrastre de percepciones inquietantes. Ocurre que, en «Cancionero de Sagres», los hombres —los portugueses— «van o vienen / bajo el sol que los hace viejos»; «andan / eternamente y sin remedio», y el lirismo madurado, voluntario, de Pereira oscurece su serenidad. El «paisaje con hombres» se transcribe, en ocasiones, con una suavidad cuestionada por la verificación amarga. Entonces, la lírica de Pereira es una lírica amenazada. No sé si este matiz está suficientemente advertido por la crítica.

Las tres divisiones del libro —»Paisaje con hombres», «Espejo entre dos luces», «Punta de Sagres»— conciertan en esta dualidad contradictoria y fértil: el gozo (Pereira usa en alguna ocasión esta misma palabra) del descubrimiento hermoso y el gozo formal del poema se contrastan con el dato doloroso. Ocurre que este dato suele corresponder a un mal que nosotros llamaríamos histórico, y una peculiaridad de Pereira es la posterior referencia de este dolor histórico a un consuelo no histórico, a una «solución pacífica» imaginada, creada por el deseo, por la decisión defensiva de articular un remedio, aunque este remedio no sea, fuera del poeta y el poema, tan verificable como la dolencia. Si vamos, por ejemplo, sobre el poema «Lo digo por Antonio de Lama», encontraremos, utilizando una fragmentación respetuosa con el sentido, una especie de demostración. Dice:

«Pienso que estás pensándome, esperándome»

y después se extiende en la referencia consoladora, preservadora, afirmándola hasta el rechazo de posibilidad distinta:

«Quién se echaría al campo una mañana
si no supiera que alguien le defiende
y qué valiera todo cuanto amo
a este país de rosas y quebranto
sin otro corazón con quien partirlo»

Creemos que está claro el mecanismo: existe el dato de la muerte (histórica) de Antonio de Lama; este dato existe y amenaza; Pereira restablece el equilibrio con otro, estrictamente poético (subjetivo, deseado, imaginado), negación del anterior. La resolución, al acto de referencia de lo doloroso histórico a lo consolador imaginado, es decir, a una «realidad» interior, proporcionada por la voluntad del poeta, es el movimiento con que Pereira retorna de su percepción, de su comprobación objetiva, al campo «irremediablemente subjetivo» (este entrecomillado corresponde a una expresión de Sartre). Pereira defiende, por así decirlo, su fundamental actitud de lírico. De ésta que es, quizá, la obligada y más difícil aventura de la poesía contemporánea, aventura en la que puede ser quebrada hasta la misma naturaleza poética, resulta y permanece una suma finalmente serena, una cadencia sin fisuras, íntimamente coherente, vigilada en su circunscripción lírica, problematizada en el nivel emocional y sólo hasta el punto en que, aunque amenazada, aún no se quiebra la deliberada armonía del acto poético. Resta decir que, en nuestro criterio, esto no se logra si no es disponiendo de un exquisito tacto instrumental, de una afinación practicable, únicamente, en la plena posesión de una voz personalísima.